Fallo en circuito 9919.
Sus ojos se abrieron, adaptándose poco a poco a la oscuridad que lo rodeaba. Sus sentidos se agudizaron y captó un ligero olor a menta. Sus labios agrietados intentaron un perezoso movimiento, pero se hallaron incapaces de hacer nada. Sus músculos estaban entumecidos y su cabeza no podía pensar.
En sus oídos resonaba un suave susurro de agua corriendo, ¡tenía que moverse! Con enorme esfuerzo, empezó a caminar, sus pies siguiendo a sus oídos, y sus oídos siguiendo aquel hipnotizante sonido.
Dedicó un momento para observar el paisaje, ¿dónde estaba?, un desierto vacío donde solo unos cactus deformes lo acompañaban. El tañido del agua resultó mucho más tentador. Su sed se acrecentó y apresuró el paso. Según el sonido iba aumentando, buscaba cada vez más desesperado detrás de cada piedra y de cada cactus. ¡Nada! ¿Dónde estaba? Cuando ya estaba a punto de darse por vencido, fue caminando sin rumbo hasta que llegó detrás de una pequeña duna.
Sus ojos no podían creerlo, detrás de aquella estúpida montañita de arena nacía un manantial de la nada. Se acercó apresuradamente, pero, justo antes de llegar, Childe retrocedió sorprendido al descubrir que el agua discurría en un círculo perfecto que parecía eternamente profundo. Esta vez se acercó lento y cauteloso, midiendo cada paso que daba. Cuando se encontraba a suficiente distancia para tocarlo, alargó su mano y, cuando estaba a punto de conseguirlo, una voz metálica inundó su cabeza:
OUROBOROS.
Y Childe corrió. Su sed quedó sustituida por un primitivo instinto de supervivencia, comenzó a sudar por cada uno de los poros de su cuerpo y continuó su carrera hasta que las piernas le ardieron terriblemente. Cuando sus extremidades dejaron de responderle, miró hacia el frente, hacia atrás, hacia los dos lados; ningún peligro a la vista. Inmediatamente, su cerebro mandó la orden descansar y el muchacho cayó exhausto en el suelo. Consiguió ponerse en posición fetal y cerró los ojos. Descansó en esta postura menos de un momento y, cuando abrió los ojos, alcanzó a ver un gran hormiguero a dos metros de su mano derecha; pudo observar, incluso tumbado, las largas filas de pequeñas hormigas, siempre juntas, siempre moviéndose, y con un único objetivo: llevar recursos al hormiguero.
Un desagradable escalofrío recorrió a Childe, sus pelos se erizaron, sabía que algo no iba bien. Algunas hormigas se desviaban levemente de su camino y pronto regresaban a su posición; las más osadas simplemente se desviaban un mínimo de su ruta principal y continuaban por una paralela a esta, por la izquierda o la derecha. No obstante, el final de su camino era siempre el mismo. Pero Childe observó con horror que las hormigas que dejaban completamente su camino ardían furiosamente, quemadas por un fuego invisible. Sus efímeras rebeldías acababan con un angustioso lamento, una interminable agonía de patas que luchaban por seguir avanzando, pero el resultado no cambiaba.
MOOKI.
Aquella visión asoló a Childe, desde ese momento ya no volvería a ser el mismo. Haciendo un gran esfuerzo, se levantó y caminó sin rumbo, solamente obedeciendo a sus pies.
Ya era mediodía cuando encontró un sendero empedrado y decidió continuar por él. El sol lucía incansable y bañaba todo el desierto con una luz cálida. A su alrededor, solo arena. Interminables olas de tierra que se fundían en el horizonte. Mientras avanzaba, creyó oír un susurro. Paró en seco y miró a su alrededor. Arena. Sus pies comenzaron a moverse cuando divisó un agujero a cierta distancia del camino. La voz que susurraba salía de ahí. Childe sintió el impulso de adentrarse en él, pero otra voz en su interior le recordó que, si salía del camino, acabaría perdido. A pesar de todo, el muchacho se dispuso a satisfacer su deseo.
A mitad de camino, fue interrumpido por la macabra visión de un mono. El animal alzó la cabeza y miró fijamente al muchacho, sonriendo de forma lasciva. Fueron pocos los segundos que duró esta situación, pero pasaron eternos ante los ojos de Childe. El mono desechó la idea de curiosear con extraños y regresó a su tarea, con un bulto mucho más familiar. Una silueta que parecía un cadáver de otro primate asomaba por detrás. Nuestro antecesor número uno cogió un hueso enorme, seguramente el fémur de algún mamífero grande, y lo blandió por encima de su cabeza. Childe se preparó para recibir un golpe, cerró los ojos y protegió su cara con sus brazos, pero el golpe no lo recibió él. El mazazo del mono fue directo al cráneo de su compañero primate, salpicando trozos de cerebro y sangre por todas partes. Continuó su tarea sin esfuerzo y a conciencia hasta que en los ojos negros y temblorosos de un chico de quince años se reflejó la imagen de una masa de carne sanguinolenta y putrefacta. A Childe se le empezaron a revolver las tripas, Childe estaba petrificado.
Childe despertó.